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desnudo de ese hombre obsesivo, la piel blanca que alternaba en los codos y en el cuello
con zonas oscuras, tostadas por el sol, una geometría de luz y sombra tan ambigua como
la de la piscina vacía.
- Roger, hace tres meses que murió. Me mostraste una copia del certificado de
defunción.
- Sí, murió - dijo Sheppard -. Pero sólo en un sentido. Ella está aquí, en algún lugar, en
el tiempo total. Nadie que haya vivido alguna vez puede verdaderamente morir. Voy a
encontrarla, sé que me espera aquí para que la resucite... - Señaló modestamente las
fotografías del dormitorio. - Quizá no impresione mucho, pero esto es una metáfora que
funcionará.
Durante una semana, Anne Godwin ayudó en lo posible a Sheppard a construir su
«máquina». Todo el día se entregaba a la cámara Polaroid, a las películas de su cuerpo
que Sheppard proyectaba en la pared encima de la cama, a las interminables posiciones
pornográficas en que colocaba los muslos y el pubis. Sheppard miraba durante horas por
el ocular de la cámara, como si buscase entre esas imágenes una puerta anatómica, una
de las claves en una combinación cuyos otros elementos eran los cronogramas de Marey,
las pinturas surrealistas y la piscina vacía allí afuera, al sol cada vez más brillante. Al
anochecer, Sheppard la sacaba de la habitación y la hacía posar junto a la piscina vacía,
desnuda desde la cintura, una mujer de sueños en un paisaje de Delvaux.
Mientras tanto, el duelo de Sheppard con Martinsen continuaba en los cielos de Cabo
Kennedy. Después de la tormenta las olas depositaron en la playa el Cessna hundido,
secciones del ala y del estabilizador de cola, partes de la cabina y del tren de aterrizaje.
La reaparición del aparato empujó a los dos hombres a una actividad frenética. Los
dibujos de pájaros se multiplicaron en las calles de Cocoa Beach, pintados con aerosol en
los descascarados frentes de las tiendas. Esbozos de aves gigantescas cubrían la playa,
sosteniendo en los talones los fragmentos del Cessna.
Y la luz seguía volviéndose cada vez más brillante, saliendo de las plataformas del
centro espacial, encendiendo los árboles y las flores y sembrando en las aceras
polvorientas una alfombra de diamantes. Para Anne, esa aureola siniestra que flotaba
sobre Cocoa Beach parecía a punto de perforarle las retinas como un hierro candente.
Temerosa de acercarse a las ventanas, se sometió a Sheppard durante esos últimos
días. Sólo cuando él intentó asfixiarla, en un esfuerzo confuso por liberarle de la prisión
las individualidades pasadas y futuras, huyó del motel y fue a buscar al sheriff a Titusville.
Mientras la sirena del auto de la policía se perdía en el bosque, Sheppard descansó
contra el volante del Plymouth.
Había llegado a la vieja calzada de la NASA, del otro lado del Banana River, con el
tiempo justo para doblar y meterse en un camino lateral abandonado. Aflojó los puños,
incómodamente consciente de que las manos todavía le dolían a causa de la pelea con
Anne Godwin. Ojalá hubiera tenido más tiempo para advertir a la joven que estaba
tratando de ayudarla, de liberarla de esa carne transitoria y temporal que había acariciado
con tanto afecto.
Volvió a poner en marcha el motor y arrancó por el camino, que ya se había
transformado en un sendero selvático e irregular. Allí en Merrit Island, casi al alcance de
las arrolladoras sombras de las enormes plataformas, el bosque parecía incendiado de
luz, un mundo submarino en el que cada hoja y cada rama colgaba ingrávida a su
alrededor. Reliquias de la primera Era Espacial brotaban de la maleza como espectros
excesivamente iluminados: un tanque de combustible esférico metido dentro de una
chaqueta de lianas en flor, dispositivos de lanzamiento de cohetes caídos al pie de
plataformas abandonadas, un inmenso vehículo con cadenas, de seis pisos de altura,
como un hotel de hierro, cuyas huellas formaban dos caminos metálicos dentados que
atravesaban el bosque.
Quinientos metros más adelante, cuando el sendero desapareció bajo una caída
empalizada de troncos de palmera, Sheppard apagó el motor y salió del auto. Ahora que
estaba bien dentro del perímetro del Centro Espacial descubrió que el proceso de fusión
temporal estaba aún más avanzado. Las palmeras podridas yacían allí en el suelo, pero
vivas otra vez, las intensas volutas de la cáscara encendidas por los años de jade de la
juventud, brillando con los tintes cobrizos de su madurez selvática, elegantes dentro de
ese mosaico que vestía su avanzada decadencia.
Por una abertura en el follaje Sheppard vio la plataforma de la Apolo 12 que subía entre
los robles altos como la hoja de un gigantesco reloj solar. La sombra caía sobre un
estuario plateado del Banana River. Recordando el vuelo en el Cessna, Sheppard calculó
que el club nocturno estaba a poco más de un kilómetro y medio hacia el noroeste.
Echó a andar por el bosque, saltando de un tronco al siguiente, eludiendo las cortinas
de musgo negro que exhibían seductores frescos. Atravesó un pequeño claro junto a un
arroyo poco profundo, donde tomaba sol tranquilamente un enorme caimán, rodeado por
un resplandor que él mismo generaba, sonriendo satisfecho mientras las quijadas de oro
hocicaban sus propias individualidades pasadas y futuras. Del humus mojado brotaban
helechos vívidos, hojas adornadas estampadas en metal, capas y capas de cobre y verdín
fijadas en un mismo proceso. Hasta la modesta hiedra terrestre parecía haberse cebado
con los cadáveres de los astronautas desaparecidos hacía mucho tiempo. Ese era un
mundo alimentado por el tiempo.
En los árboles había dibujos de signos ornitológicos, palomas de Picasso garabateadas
en cada tronco como si un laborioso empresario de mudanzas estuviera preparando a
todo el bosque para el vuelo. Había trampas enormes, tendidas en los claros estrechos y [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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