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también vuestras hijas, para que sean adornos de su harén. -Y se apo-
derará, de vuestros campos y vuestras viñas, y de vuestros más frondo-
sos olivares para regalarlos a sus favoritos. -Y se hará servir por
vuestros criados y por vuestros siervos, y para hacer triunfar su causa
sacrificará a vuestros más floridos mancebos. -Y diezmará vuestros
rebaños: y hará de vosotros mismos esclavos que le sirvan de rodillas.
-Y llegado ese día todos clamaréis al Eterno, mas El permanecerá
sordo a vuestros lamentos»
Estas ideas me entristecían horriblemente.
Consolábame sólo el pensar que, mis hijos Itzig y Fromel estaban
en América, y resolví enviar allá, también a Safel, David y Esdras,
cuando estuvieran en edad de soportar el viaje.
Mientras estuve, absorto en tal meditación, no cesaron un punto
las chanzas y sarcasmos de los miserables que me rodeaban. De vez en
cuando llegábase tino de ellos a mi cama y gritaba sacudiéndome un
brazo o una. pierna:
-¡Eh, Moisés! Vete, a llenar tu jarro de aguardiente: el sargento
te lo permite.
Pero, yo me hacía el desentendido.
A las cuatro, de la madrugada, nuestros cañones, habían logrado
desmontar los morteros que tenían colocados los rusos sobre la altura
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de Cuatro Vientos. A las siete fueron a relevarnos. Bajamos a la plaza
y nos formaron delante, de la alcaldía.
El capitán Vigneron gritó, después de revistarnos:
-¡Firmes!.. ¡Presenten armas!.. ¡En su lugar!.. ¡Rompan filas!
Cada cual marchó por su lado, muy satisfecho de la gloria que
pudo haberle cabido en aquella jornada.
Mi primera intención fue correr a las casamatas, después de ha-
ber dejado mi fusil, en busca de Sara, Zeffen y los niños. Mas, ¿cuál
no fue mi alegría cuando, al pasar por el Mercado, vi a Safel en el
umbral de nuestra puerta, que me estaba aguardando?
Apenas me hubo visto de lejos, vino hacia mí corriendo.
-¡Estamos todos, papá! -gritaba: -sólo a ti esperábamos.
Trémulo de alegría estrechéle en mis brazos. En aquel instante,
se asomaba Zeffen a la ventana mostrándome a su tierno Esdras. Sara
reía a su lado y yo subí de cuatro en cuatro los escalones, dirigiendo al
Señor este canto de alabanza:
«¡Dios es misericordioso: tardo en su cólera abundante en sus
gracias! ¡Sea el Eterno para siempre, loado!»
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XIV
Uno, de los más felices momentos de mi vida amigo Federico,
fue aquel en que me vi en el seno de la familia, abrazado por Zeffen y
Sara y acariciado por los pequeñuelos que se me encaramaban por las
rodillas hasta tocar mi frente con sus rosados labios. Safel me tenía
asido de una mano, y no, podía articular palabra; las lágrimas brota-
ban a raudales de mis ojos.
¡Ah! sólo, nos faltaba la presencia de Baruch para completar
nuestra dicha.
Después de disfrutar algunos minutos de aquella tierna escena,
fui a dejar mi fusil y cartuchera en el fondo de la alcoba. Los niños
reían Y saltaban en derredor mío. La alegría venia una vez más a vi-
sitarnos.
Cuando vestí de nuevo mi holgada hopalanda y mis excelentes
medias de lana; cuando me hube sentado en mi antiguo sillón, ante, la
mesa que estaba preparada, y donde Zeffen empezaba a repartir la
sopa; cuando, en fin, me vi rodeado de todos aquellos cariñosos ros-
tros que me sonreían, hubiera querido lanzar al aire, el canto con que
el jilguero alegra su nido, al ver a sus hijuelos batir gozosos Sus mati-
zadas alas.
Desde el fondo de mi corazón bendije cien veces a aquellos seres,
a quienes tanto amaba.
Sara, que adivinaba siempre mis pensamientos, me dijo:
-¡Hoy nos hallamos todos reunidos, lo mismo que ayer, Moisés!
El Señor nos ha protegido.
 ¡Oh sí, sí!  respondí:  ¡que el nombre del Señor sea alabado
por los siglos de los siglos!
Durante el almuerzo me refirió Zeffen cuanto habían tenido que
sufrir mientras estuvimos separados. Describió su llegada a la obscura
casamata, llena de hombres y mujeres, tendidos en el suelo, sobre la
paja; los gritos de unos, el espanto de otros; el tormento que los causa-
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ban los mil insectos que, pululaban por aquel sitio: el llanto intermi-
nable de los niños, que no podían conciliar el sueño, y los lamentos de
cinco o seis ancianos, que exclamaban a cada momento :
-¡Esta es nuestra última hora!.. ¡Qué frío tan horrible! ¡No... no
saldremos de aquí!
Me habló luego de que, cuando, en fin, se restableció el más
profundo silencio, resonó de pronto el cañón, a las diez de la noche
primero lentamente y luego como el fragor de una tormenta, produ-
ciendo entre los allí refugiados un terror pánico, que aumentaban los
rojizos resplandores que se veían a través de las hendiduras de la
puerta. La vieja Cristina Evig rezaba el rosario en voz alta como en la
procesión, y las otras mujeres le respondían.
Mientras hacía este relato, estrechaba Zeffen al tierno Esdras
contra su corazón. Yo hacía lo mismo con David, a quien tenía senta-
do sobre mis rodillas exclamando en voz baja:
 ¡Ah, pobres hijos míos, cuánto habéis padecido!
En medio de tan diversas emociones, la idea del desertor no me
dejaba tranquilo un solo instante. Representábamele tendido en el
fondo de su calabozo y pensaba que también él tenía padres que ha-
bían sufrido mucho al criarle; que pasaron noches enteras velando al
lado de la cama para adormecerle; que habían sentido un dolor infi-
nito al. verle enfermo, y que más tarde risueños y llenos de esperan-
zas, le veían crecer, creyendo encontrar en él el apoyo de su
ancianidad... Y tras tantos cuidados, tanto amor y amargura tanta,
algunos veteranos duros y empedernidos, sentados gravemente en tor-
no de una mesa debían lanzar contra su desgraciado hijo una senten- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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