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sus bigotes en un código de señales que yo no alcanzo a descifrar por más
obvio que sea. El ratón, él sí, se convierte en un solista inverosímil. Mueve
su cuerpo en una especie de danza del vientre que se acompasa con la
nuestra como para estimular y acelerar el stacatto. Comprendí que el
ratoncillo estaba aguardando la consumación. Le guiñé un ojo. El ratón
continuó su trabajo en la apertura del túnel. Beatriz seguía protestando con-
tra mi inusual falta de colaboración.
La luz de la luna iba penetrando en el agujero a medio roer. Del otro
lado, en la cocina, estaba la abundancia; el olor de los quesos, de las
viandas, hacía vibrar las antenas del roedor y lo azuzaba. El ratón trabajaba
febrilmente salpicado de plata. Cayó la última barrera. Con un chillidito de
alegría saludó el ratón la turbia claridad que se filtró al fin por la grieta. Bea-
triz también chilló con su típico ulular y me llenó de besos, en realidad
inmerecidos. Me quedé dormido. Cuando desperté se había hecho tan
repentinamente noche que en el mismo lugar que ella ocupaba en la cama se
alzaba ahora una sombra lunar en la posición del dios Gautama. Mordía con
avidez un buen pedazo de queso manchego. Con la medialuna de su brazo
me atrajo hacia los arcos de su frente. Juntó su boca con la mía y empecé yo
también a masticar el queso, completando así el recital del trío, que tuvo
para mí sabrosas consecuencias.
Dije antes que en el mismo corazón de la lascivia, cualesquiera sean
sus grados, puede encontrar uno el elemento de contención, de abstención,
de virtud, que contrarreste y anule la lubricidad y haga posible la santidad
para el más recalcitrante pecador. Yo lo encontré por casualidad en la
intervención de ese pequeño e insignificante mamífero roedor; recurso del
cual pude derivar un entero sistema de diques y hasta de murallas contra el
pecado. Lo emblemático del mundo permite estas transgresiones a la
realidad.
Mi hermosa Beatriz nunca se enteró del entremés ratonil. Tampoco
volvió a quejarse de mi egoísmo solipsista. Me declaró el mejor de los
compañantes. No hubo bodas ni bobadas. Despúes de lo gozado, el sa-
cramento sobraba y faltaba el condumio. Mi Beatriz Enriquez de Arana tuvo
que hacerse cargo de la dirección de las carnicerías de Córdoba, gracias a la
mediación de fray Juan Rodríguez de Fonseca, arcediano de Sevilla, después
obispo de Badajoz.
Fray Rodríguez de Fonseca fue la primera persona que por delegación
real se ocuparía de los asuntos relacionados con las Indias (construcción de
la Torre del Oro, apresto de armadas, concesión de licencias, etc.) Estrenó el
cargo, si así se puede decir, con el otorgamiento de la licencia a mi
licenciosa Beatriz. Luego, acrecentando sus beneficios, le cedería yo a ella
los diez mil maravedís de recompensa, ofrecidos por los Reyes Católicos,
que me valdrá el grito de «¡Tierra!...» por avistar, yo el primero, las costas
del Nuevo Mundo.
A Beatriz se le murieron varios parientes cercanos en la dura faena del
Descubrimiento. Tíos, hermanos, primos. Un personal nepótico de primera.
Ella misma quiso acompañarme en este primer viaje. No le dije . Una
dama no está hecha para faenas de guerra. Velis nolis te quedas, y le
adelanté los diez mil maravedises con sus lises. Tras el gozo el pozo. Poco
le duró la licencia pues la pobre murió pronto a causa de la contaminación
de la carne.
De aquellas navegaciones salió mi hijo Hernando. En muy distintas
circunstancias que los otros. El más inteligente pero sobre todo el más
natural... Detesta el mar pero defiende la gloria marinera de su progenitor.
Será mi albacea testamentario. Tiene la inteligencia que yo no poseo. Él
sabe porque piensa. Yo pienso porque ignoro todo salvo el ir hasta el fondo
de mi pensamiento convertido en acción. He logrado matar el deseo de la
carne. No puedo legar el bien póstumo de un deseo muerto a mis hijos que
han mujer e deben evitar la visitación de la lujuria, la fiebre insana de la
lascivia pero no hasta la austeridad absoluta. Los excesos siempre son
perversos.
Parte XXX
EL VISIONARIO
La pierna acapara todo el sufrimiento del cuerpo para sí. Es un dolor
en grietas que me atormenta día y noche. Pero sólo la pierna. Concentrado
en la uña del pulgar es cuando el dolor ataca más rudo. La uña entonces ya
no está en el pie sino clavada en algún lóbulo del cerebro. Lo demás del
cuerpo queda flotando en un bienestar indecible. ¡Ah si pudiera arrojar la
pierna a los tiburones sería el hombre más feliz del mundo! Fray Juan miró
el fémur enllagado parpadeando mucho y arrugando la nariz por el huzmo
de la pestilencia.
Vea, fray Juan le dije para desviar su atención yo tengo una
enfermedad que me asalta en los momentos más críticos.
Ya lo veo, ¡ay sí, mi Señor Almirante! Esa pierna...
La pierna no. Eso es una gota. Mi enfermedad es un torrente. Mi
enfermedad del ánima es ver lo que va a pasar. De repente un globo de luz
vivísima se me enciende en el cerebro y me lo agranda como una inmensa,
cegadora esfera. Es sólo un relámpago redondo pero tengo la sensación de
que alumbra un camino interminable a lo largo de toda mi vida. En estas
ocasiones veo claramente el futuro como si ya estuviera en él, e incluso
como si ya lo hubiera pasado. Porque en realidad siento que todo lo que me
va a pasar ya es pasado y crece desde dentro de mí como de una gran
semilla.
Esa semilla es perversa.
Son visiones o alucinaciones, una incubación fulgurante de
sensaciones y percepciones. Las creo falsas pero no puedo menos que creer
en ellas. En tiempo imprevisible, se cumplen en lo bueno y en lo malo. Por
eso ayuno, como los cemíes, que lo hacen para tener más claras las visiones,
según también me reveló el Piloto.
¡Los cemíes son ídolos!
Ven el pasado y el futuro.
¡Pero eso es don de profecía! se santiguó fray Buril . ¡Eso
solamente Dios Nuestro Señor! ¡Hacer profecías es mortal sacrilegio! ¡Un
mortal en pecado mortal! ¡Y más esos paganos que no han salido todavía de
su condición de bestias!
No sé yo cómo verá Nuestro Señor el futuro. Él, que es la suma de
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