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La Fea había parido; estaba en su cuarto el médico de la Casa de
Socorro y la señora Salomona, una buena mujer que se ganaba la vida
asistiendo enfermos.
-Pero ¿qué ha hecho Jesús? -preguntó Manuel al oír los dicterios de las
mujeres contra el cajista.
-¿Qué ha hecho? -contestó una de las comadres-. Pues na, que ha
resultao que vivía amontonado con la Sinfo, que es una pécora más mala
que un dolor, y Jesús y ella se habían entregao a la bebida, y la zorrona
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La lucha por la vida II. Mala hierba
de la Sinfo le quitaba el jornal que ganaba la Fea.
Eso no puede ser verdad -replicó Manuel.
-¿Que no? Si lo ha dicho el mismo Jesús.
-Pues la otra no es muy decente tampoco, que digamos -añadió una de
las mujeres.
-Tanto como la que más -replicó la comadre oradora-. Se lo ha contao
to al médico de la Casa de Socorro. Una noche en que no había pasao
gracia divina por su cuerpo, porque Jesús y la Sinfo se habían llevao toos
los quisquis, fue la Fea y, para remediar el hambre, bebió un trago de
aguardiente, y luego otro, y con la debilidá que tenía se quedó borracha...
Vinieron la Sinfo y Jesús, y los dos cargados, y la muy zorra, viéndola en
la cama a la Fea, la dijo, dice: «Anda, que la cama la necesitamos
nosotros para...» (haciendo un ademán desvergonzado). Ya me entienden
ustés, y va y pone a su hermana a la puerta. La Fea, que no sabía lo que
se hacía, salió a la calle, y uno del Orden, al verla curda, la lleva a la
delega y la mete en un cuarto oscuro, y allí algún tío...
-Que estaría también curda -dijo un albañil que se detuvo al oír la
relación.
-Pues na... -añadió la comadre.
-Si llega a ver luz, pa mi que no hay nada, porque el compadre, al ver
la cara de la socia, se asusta -añadió el albañil, siguiendo su camino.
Manuel se separó del grupo de comadres y se asomó a la puerta del
cuarto de Jesús. Era un espectáculo desolador: la hermana del cajista,
pálida, con los ojos cerrados, echada en el suelo sobre unas esteras,
cubierta con telas de saco, parecía un cadáver, el médico la fajaba en
aquel momento; la señora Salomona vestía al recién nacido; un charco
de sangre manchaba los ladrillos.
Jesús, arrimado a la pared en un rincón, miraba al médico y a su
hermana, impasible, con los ojos brillantes.
El médico pidió a las vecinas que trajeran un colchón y unas sábanas;
cuando llegaron estas cosas pusieron el colchón sobre el petate de tablas
y colocaron con cuidado a la Fea. Estaba la pobre raquítica como un
esqueleto; su pecho era liso como el de un hombre y, a pesar de que no
debía de tener fuerzas para moverse, cuando le pusieron el niño a su
lado, cambió de postura e intentó darle de mamar.
Manuel, al notarlo, miró a Jesús con ira.
Le hubiera pegado con gusto, por permitir que su hermana estuviera
así.
El médico, cuando concluyó su trabajo, cogió a Jesús, lo llevó al
extremo de la galería y habló con él. Jesús se hallaba dispuesto a hacer
todo lo que le dijeran; daría el jornal entero a la Fea, lo prometía.
Luego, cuando se fue el médico, Jesús cayó en manos de las comadres,
que lo pusieron como un trapo.
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Pío Baroja
Él no negó nada. Al revés.
-Durante el embarazo -dijo- ha dormido en el suelo, sobre la estera.
Todas las comadres comentaron indignadas las palabras del cajista.
Éste se encogía de hombros estúpidamente.
-¡Mire usted que estar la pobre infeliz durmiendo sobre la estera,
mientras que la Sinfo y Jesús se estaban en la cama! decía una.
Y la indignación se acentuó contra la Sinfo, aquella golfa indecente, a
la que juraron dar una paliza morrocotuda. La señora Salomona tuvo
que interrumpir la charla, porque no dejaban dormir en paz a la
parturienta.
La Sinfo debió de sospechar algo, pues no se presentó en el parador.
Jesús, ceñudo, sombrío, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes,
en los días posteriores, iba de su casa a la imprenta sin hablar una
palabra. Manuel sospechó si estaría enamorado de su hermana.
Durante el sobreparto, las mujeres de la vecindad cuidaron con cariño
a la Fea; exigían el jornal entero a Jesús, quien lo daba sin inconveniente
alguno. El recién nacido, encanijado e hidrocéfalo, murió a la semana.
La Sinforosa no apareció más por el parador; según se decía se había
lanzado a la vida.
El día de Nochebuena, por la tarde, llegaron al parador tres señores
vestidos de negro. Un viejecillo de bigote blanco y ojos alegres; un señor
estirado, de barba entrecana y anteojos de oro, y otro que parecía
secretario o escribiente, bajito, de bigote negro, que taconeaba al andar
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